Qué
increíble resulta, a mi parecer, el que a poco más de un
año de la aprobación de la reforma política durante el sexenio pasado como
resultado de la larga discusión que generó la propuesta del entonces Presidente
Felipe Calderón en diciembre de 2009 vuelvan a formularse iniciativas que
todas, en la medida que reflejan los intereses muy particulares de quienes las
proponen en el nuevo marco de la coyuntura actual, tienen como característica
común un contenido inconexo e incompleto que llega incluso a ser
contradictorio. Hasta ahora curiosamente la polémica la protagonizan la
dirigencia del PAN que se adelanta a la ya adelantada discusión que se acordó
como resultado de la reciente polémica de posible fraude electoral lanzada por
ese partido y que puso en peligro el trabajo del Pacto por México, y el grupo
de senadores panistas y perredistas que quieren evitar el ser madrugados por
acuerdos construidos en su seno precisamente.
¿Qué
trae a colación esta polémica? Uno, el que pese a reiterados esfuerzos
subsisten muchos pendientes por legislar, llámense por ejemplo asuntos
puntuales sobre las candidaturas independientes o la consulta popular. Y dos,
el que pese a que la construcción democrática no es asunto exclusivo de la
actualización de nuestra ingeniería institucional, el mismo mecanismo del Pacto
por México demuestra que la pluralidad política y la competencia electoral en
ascenso en el país durante los últimos
años produjo el paso del hiperpresidencialismo a un presidencialismo debilitado
de tal forma que las viejas articulaciones de intereses no habían podido ser
sustituidas por mecanismos que hicieran posible gobernar con eficiencia y
legitimidad, mientras hoy con el correctivo ideado resurge el fantasma de la
regresión autoritaria de tal suerte que más que nunca es impostergable una
revisión de fondo de nuestras instituciones y de ser el caso incluso del
régimen.
Ahora
bien, de los asuntos a debate que conviene abordar hoy quiero referirme a uno de suma importancia a saber la
organización en sí de las elecciones, asunto que hubiera parecido ya estaba resuelto
más vuelve a renacer a raíz de la reiterada impugnación en elecciones
presidenciales de los resultados de las contiendas. Les confieso que mientras
yo hubiera creído que la discusión al respecto iba a girar en torno al serio
diagnóstico presentado por el Instituto Federal Electoral en su libro blanco o
bien en torno al asunto relativo a que, de frente a la próxima renovación de
parte del Consejo General en particular la presidencia, todo indica el que
pareciera que ha llegado a su fin la forma en la que se han venido nombrando a
los consejeros electorales por cuotas partidistas más o menos transparente en
el falso entendido que la suma de las subjetividades genera equidad, hoy sale a
la luz la posibilidad no de su reorganización revisando su vida interna o acotando
los marcos que han sido de su competencia, sino de su sustitución por un
Instituto Nacional Electoral (INE) que lo absorbería así como a los institutos
electorales estatales.
Mi
lectura de ello es que quienes han hecho tal propuesta o sea la dirigencia del
Partido Acción Nacional se emplean en ese juego malabárico que se han propuesto
de colaborar en el diseño de las políticas públicas a nivel federal, más
competir con el Partido Revolucionario Institucional a través de seguir
bordando la idea de que dicho partido es fraudulento y su fraude se sustenta
entre otros mecanismos en el control regional de la organización de las
elecciones. Quienes lo apoyan dudan de la autonomía de los consejeros estatales
en buena medida con justa razón, mas no matizan su juicio suficientemente a mi parecer. En efecto parecen
desconocer el que el grado de control de los mismos por parte de los
gobernadores es generalizado y no propio de las entidades en manos del PRI, y no
aquilatan asimismo el que los consejos electorales estatales han organizado
decenas de elecciones municipales y estatales que han producido alternancias.
Así,
para normar un criterio sobre la conveniencia de nacionalizar totalmente la
organización de las elecciones a todos los niveles y desaparecer entonces los
institutos electorales estatales, hay que considerar que las elecciones para
gobernador produjeron alternancias que estos organismos procesaron en el
sexenio de Salinas en tres entidades aunque en Guanajuato empezó a gobernar el
PAN desde entonces, en el sexenio de Zedillo en 11, en el de Fox en siete y en
el de Calderón en 16. Por esta vía 13 estados han tenido dos alternancias y uno,
Tlaxcala, tres. Por esta vía también, el PRI ha regresado al gobierno de 11
estados de lo que sería ingenuo culpar a
dichos institutos. Es más si bien es cierto que la fuerza priista radica en
buena medida en su poder regional (la cual lo regresó a los Pinos), no es
cierto que los subsistemas estatales sean remanentes del México de ayer. Es
cierto que el PRI no ha dejado de gobernar en nueve estados: Campeche,
Coahuila, Colima, Durango, el Estado de México, Hidalgo, Quintana Roo,
Tamaulipas y Veracruz, pero en todos ellos han habido importantes movimientos
del voto y en algunos el tricolor ha sido fuertemente competido por ejemplo en
Campeche, Colima o en Veracruz, mientras que en otros como en Durango, en el
Estado de México, Quintana Roo o en el mismo Veracruz es una oposición dividida
lo que lo ha mantenido en el poder.
El
asunto de la creación o no del INE debe reflexionarse sin falsos mitos y
tomando en cuenta los elementos correctos. Uno que sí se ha mencionado es el
asunto presupuestal porque debemos caminar hacia que las elecciones no sólo sean
plenamente creíbles, sino también que nos cuesten a todos los mexicanos menos.
La compactación de los calendarios electorales en nuestro país, de la cual
espero poder hablar otro día porque como han demostrado ciertos analistas va
contracorriente con la idea de fomentar pluralidad al reducir el número de
partidos ganadores en las contiendas, debería permitir a través de un único
órgano al menos un ahorro en la organización de las elecciones el cual sin
embargo se podría lograr mediante mayor coordinación. Dos debe considerarse y
servir de lección el que el sistema político de presidencialismo exacerbado y
un partido hegemónico, se consolidó al amparo de la nacionalización de la
organización de los procesos electorales mientras durante el siglo XIX el
proceso se encontraba descentralizado no obstante que Porfirio Díaz había
logrado que marchara en su beneficio. Además corre más el riesgo la autonomía
de un único organismo que la de varios.
Mi postura es la siguiente:
más que un asunto de uno o de varios institutos electorales en miras a que la administración
electoral sea equitativa, debe pensarse que su verdadera autonomía depende de
la conformación de sus cuerpos en concreto de la participación no de uno (como
hasta ahora es el caso) sino de distintos poderes en ello y del equilibrio que
se mantenga entre los mismos. Ahora bien, este equilibrio no lo ha conseguido nunca nuestra ingeniería
institucional. Por ello es un asunto
medular que debería atacar una reforma política en una perspectiva de visión de
conjunto, que desgraciadamente no se tiene por intereses de orden político. Éstos
son elementos a tomar en cuenta en su discusión paralela en el seno del Pacto y
en el Senado
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