En
esta ocasión deseo compartir con ustedes algunas
reflexiones sobre nuestro sistema político, el motor que ha tenido su evolución
en las últimas décadas y la posibilidad de su transformación futura. Sostengo
como idea central el que así como la reforma electoral de 1977 y las reformas
subsecuentes hasta la del 1996 catapultaron el proceso democratizador del país,
hoy por hoy impulsar la democracia más allá de los alcances que ha tenido
requiere de una nueva generación de reformas que vayan más allá del tema del
acceso al poder y se centren en el ejercicio del mismo, con el afán de superar deficiencias
ancestrales de nuestro entramado institucional. Me explico.
La
era política que vivimos esta construida sobre la base de una legalidad
electoral que se desarrolló a partir de 1977, redefinió las instituciones
democráticas, el sistema de partidos y
el comportamiento electoral en el marco de la permanencia de un único modelo
de desarrollo económico desde la administración de la Madrid sostenido por una misma élite en el poder primero por
el PRI, luego por el PAN y ahora con los priistas de regreso, a través de la
evolución de un sistema no competitivo a otro competitivo que ha producido
realineamientos del voto con desarrollos desiguales según los distintos niveles
nacionales y subnacionales de la política, los cuales mantienen una lógica y
generan sus propias constantes.
Así
a través de un proceso continuo de reformas (1977, 1986, 1990, 1993, 1994,
1996, 2003, 2007) se fue construyendo una legalidad democrática aún cuestionada
sobre todo en elecciones reñidas que se judicializan, pero aún en algunas menos
reñidas en las que sigue asomándose el fantasma del fraude. Es decir no hemos
logrado el desarrollo absoluto de elecciones plenamente creíbles. Es éste uno
de los elementos que ha atorado el proceso de democratización en México, aún
entendida ésta en términos políticos. Los niveles de participación son
insuficientes, el sistema de partidos en esencia tripartidista (al menos a
nivel nacional y en casi la cuarta parte de los estados) aún no logra plena
representación de los intereses y los partidos mismos, si no están en crisis
exactamente, sufren fuertes contradicciones internas mientras los partidos
chicos resultan cada vez más relevantes y puede avecinarse mayor fragmentación
en el sistema.
Ello
se acompaña de una línea todavía borrosa, más ahora con el regreso del
PRI, entre el aparato estatal y el
partido gobernante (para prueba lo que acaba de pasar en la XXI Asamblea del
tricolor), y todavía en ocasiones entre el aparato estatal y la organización
electoral en flagrante violación a la ley al menos a nivel subnacional, en el
contexto de un desempeño gubernamental deficiente y de una debilidad que ahora
pretende subsanar Enrique Peña Nieto a través de nuevas reglas informales del
poder que, para enfrentar la ingobernabilidad que producen los gobiernos
divididos, están desplazando al legislativo como contrapeso del poder al
obtener directamente los acuerdos necesarios para el desarrollo de sus
políticas con las dirijencias de las fuerzas políticas más importantes. En este
sentido el Pacto por México, en un afán eficientista, puede estar vulnerando la
democracia como forma de gobierno que exige transparencia.
Por
eso más urgente que seguir perfeccionando la legalidad electoral, que siempre
puede seguir haciéndose (al respecto cabe señalar que entre los pendientes
están la posibilidad de conformar un órgano nacional electoral que supervise
tanto elecciones federales como estatales y locales, así como la formulación de
una ley de partidos), resulta importante emprender una reforma política de
mayor calado (de frente a la triste experiencia de aquella de 2009-2012 que
poco logró) que ataque vicios estructurales de nuestra ingeniería y ya no tenga
como objetivo el cómo se llega al poder, sino el cómo se gobierna.
La
reformas electorales inauguradas en 1977
que de forma progresiva construyeron la posibilidad de tener elecciones limpias
y equitativas a través fundamentalmente de la ciudadanización de la
organización de los procesos electorales, y la puesta en marcha de un sistema
de justicia electoral, aceleraron la democratización de México en la medida que
fueron haciendo más interesantes estos procesos a los votantes. El PRI dejó de
ser hegemónico en la medida en la que votar por la oposición fue más costeable,
con lo que el poder se fue distribuyendo. Así la pluralidad hasta hace bien
poco había alcanzado un límite, así como la volatilidad y el auge de la
competitividad estaban cediendo, dando señales de la consolidación de una era
pese a su inestabilidad.
Sin
embargo el efecto que produjo en la segunda parte del sexenio pasado la fuerza
con la que el PRI parecía regresar al poder (como en efecto lo hizo) volvió a
acelerar los movimientos del voto. Sumado ello a las características que está
demostrando el gobierno actual, todo apunta a mi parecer al final de una era en
la que el desarrollo de la normatividad electoral produjo una herencia que debemos
ahora impulsar hacia un desarrollo democrático más pleno que enfrente los
déficits que tiene el nuestro, en el contexto del peligro de una posible
regresión autoritaria.
Así tenemos la oportunidad
de aprovechar la encrucijada en la que nos coloca la historia para lograr una
importante transformación de nuestro sistema político, sobre la base de leyes más
acordes a nuestra nueva realidad que aterricen en instituciones que superen
ancestrales problemas nuestros, como es la relación entre el poder ejecutivo y
el poder legislativo.
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