martes, 9 de abril de 2013

El cambio político en México


En esta ocasión deseo compartir con ustedes algunas reflexiones sobre nuestro sistema político, el motor que ha tenido su evolución en las últimas décadas y la posibilidad de su transformación futura. Sostengo como idea central el que así como la reforma electoral de 1977 y las reformas subsecuentes hasta la del 1996 catapultaron el proceso democratizador del país, hoy por hoy impulsar la democracia más allá de los alcances que ha tenido requiere de una nueva generación de reformas que vayan más allá del tema del acceso al poder y se centren en el ejercicio del mismo, con el afán de superar deficiencias ancestrales de nuestro entramado institucional. Me explico.   
La era política que vivimos esta construida sobre la base de una legalidad electoral que se desarrolló a partir de 1977, redefinió las instituciones democráticas, el sistema de partidos y  el comportamiento electoral en el marco de la permanencia de un único modelo de desarrollo económico desde la administración de la Madrid sostenido  por una misma élite en el poder primero por el PRI, luego por el PAN y ahora con los priistas de regreso, a través de la evolución de un sistema no competitivo a otro competitivo que ha producido realineamientos del voto con desarrollos desiguales según los distintos niveles nacionales y subnacionales de la política, los cuales mantienen una lógica y generan sus propias constantes.
Así a través de un proceso continuo de reformas (1977, 1986, 1990, 1993, 1994, 1996, 2003, 2007) se fue construyendo una legalidad democrática aún cuestionada sobre todo en elecciones reñidas que se judicializan, pero aún en algunas menos reñidas en las que sigue asomándose el fantasma del fraude. Es decir no hemos logrado el desarrollo absoluto de elecciones plenamente creíbles. Es éste uno de los elementos que ha atorado el proceso de democratización en México, aún entendida ésta en términos políticos. Los niveles de participación son insuficientes, el sistema de partidos en esencia tripartidista (al menos a nivel nacional y en casi la cuarta parte de los estados) aún no logra plena representación de los intereses y los partidos mismos, si no están en crisis exactamente, sufren fuertes contradicciones internas mientras los partidos chicos resultan cada vez más relevantes y puede avecinarse mayor fragmentación en el sistema.
Ello se acompaña de una línea todavía borrosa, más ahora con el regreso del PRI,  entre el aparato estatal y el partido gobernante (para prueba lo que acaba de pasar en la XXI Asamblea del tricolor), y todavía en ocasiones entre el aparato estatal y la organización electoral en flagrante violación a la ley al menos a nivel subnacional, en el contexto de un desempeño gubernamental deficiente y de una debilidad que ahora pretende subsanar Enrique Peña Nieto a través de nuevas reglas informales del poder que, para enfrentar la ingobernabilidad que producen los gobiernos divididos, están desplazando al legislativo como contrapeso del poder al obtener directamente los acuerdos necesarios para el desarrollo de sus políticas con las dirijencias de las fuerzas políticas más importantes. En este sentido el Pacto por México, en un afán eficientista, puede estar vulnerando la democracia como forma de gobierno que exige transparencia.
Por eso más urgente que seguir perfeccionando la legalidad electoral, que siempre puede seguir haciéndose (al respecto cabe señalar que entre los pendientes están la posibilidad de conformar un órgano nacional electoral que supervise tanto elecciones federales como estatales y locales, así como la formulación de una ley de partidos), resulta importante emprender una reforma política de mayor calado (de frente a la triste experiencia de aquella de 2009-2012 que poco logró) que ataque vicios estructurales de nuestra ingeniería y ya no tenga como objetivo el cómo se llega al poder, sino el cómo se gobierna.
La reformas electorales  inauguradas en 1977 que de forma progresiva construyeron la posibilidad de tener elecciones limpias y equitativas a través fundamentalmente de la ciudadanización de la organización de los procesos electorales, y la puesta en marcha de un sistema de justicia electoral, aceleraron la democratización de México en la medida que fueron haciendo más interesantes estos procesos a los votantes. El PRI dejó de ser hegemónico en la medida en la que votar por la oposición fue más costeable, con lo que el poder se fue distribuyendo. Así la pluralidad hasta hace bien poco había alcanzado un límite, así como la volatilidad y el auge de la competitividad estaban cediendo, dando señales de la consolidación de una era pese a su inestabilidad.
Sin embargo el efecto que produjo en la segunda parte del sexenio pasado la fuerza con la que el PRI parecía regresar al poder (como en efecto lo hizo) volvió a acelerar los movimientos del voto. Sumado ello a las características que está demostrando el gobierno actual, todo apunta a mi parecer al final de una era en la que el desarrollo de la normatividad electoral produjo una herencia que debemos ahora impulsar hacia un desarrollo democrático más pleno que enfrente los déficits que tiene el nuestro, en el contexto del peligro de una posible regresión autoritaria.
Así tenemos la oportunidad de aprovechar la encrucijada en la que nos coloca la historia para lograr una importante transformación de nuestro sistema político, sobre la base de leyes más acordes a nuestra nueva realidad que aterricen en instituciones que superen ancestrales problemas nuestros, como es la relación entre el poder ejecutivo y el poder legislativo.

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